Wednesday, November 25, 2009

La frase de la semana

No hay vuelta atrás. Hay un momento en la vida que hay que elegir entre el culo y la cara.


Mer

Thursday, November 19, 2009

Apocalypse Tomorrow


Cada vez me siento más a disgusto con la calificación de “cinéfilo”, un término que implica un cierto matiz de exigencia a una afición que yo identifico exclusivamente como una actividad placentera. Ser cinéfilo parece conllevar una serie de deberes: hay clásicos que se supone que tienes que haber visto, estrenos a los que obligatoriamente hay que asistir, rarezas por las que vas a ser interrogado de forma inquisitiva en alguna ocasión, y un montón de datos sobre técnica, táctica e historia cinematográfica que se supone que debes conocer y que pueden abarcar desde biografías de directores de fotografía hasta las más intrascendentes anécdotas del rodaje de una película polaca sobre el antiguo Egipto (que la hay y muy buena por cierto). Pero lo peor de todo es que ser un cinéfilo implica no sólo que tienes que ver determinadas cosas, sino que también debes abstenerte de ver otras.
En resumen, demasiado trabajo para una pasión que me gusta mantener en el plano opuesto al de las tareas cotidianas, quiero decir con esto que no deseo convertir el acto de ir al cine en algo que haya que tomarse como una obligación como el ir a trabajar o el acudir cada día a la Universidad. Así que más que un cinéfilo prefiero considerarme como alguien a quien le gustan las películas de cine.

Toda esta perorata viene a cuento de que, incluso dejando el acto de ir al cine reducido al nivel de una afición ausente de cualquier carácter forzoso, a pesar de todo es lógico que todo el que sienta algún aprecio por el séptimo arte acuda al cine con ánimo de buscar una cierta excelencia en aquello que se dispone a ver. Y así suelo proceder yo de forma general pero, como cualquier otro degustador de alguna forma de representación artística, hay ocasiones en las que dicha excelencia se deja a un lado a favor de un sentido del espectáculo que apela a sentimientos algo más primitivos que la simple satisfacción intelectual.

Esto es algo que, personalmente, me suele suceder con las películas del género de terror en primer lugar y en segundo lugar con las películas del género catastrofista, estas últimas con una variante especial de la que hablaremos enseguida. Es posible que, en el segundo caso, esta espuria afición cinéfila responda al hecho de que en la época en la que yo empecé a ir al cine (finales de setenta) estaban muy de moda las películas de desastres de cualquier índole, ya fueran naturales o causados por el hombre, un tipo de filmes que adquirieron gran popularidad y que tenían una serie de particularidades comunes como por ejemplo aquellos inolvidables carteles promocionales en los que los actores protagonistas del drama, muchos de ellos viejas glorias de Hollywood en papeles puramente alimenticios, aparecían huyendo del espanto, cualquiera que fuese este.


No sabría decir cuando empezó la recuperación del género por parte del cine moderno aunque yo personalmente la sitúo en 1996, año de producción de Twister (Tornado) un filme que, también a nivel personal, marcó la tendencia de esta nueva forma de entender las películas de catástrofes, es decir una factura impecable en cuanto a los efectos especiales se refiere en contraste con un argumento endeble y unos personajes acartonados y bastante aborrecibles algo que tengo la sensación que no le sucedía a las viejas películas de los setenta.

Aun así en el curso de los años he seguido acudiendo a esta clase de espectáculos debido a otra pequeña depravación personal que se traduce en que soy capaz de ver cualquier basura proyectada sobre una tela blanca con tal que en ella salga una ola gigante también conocida como “tsunami”. ¡Si hasta me tragué esa gilipollez de Deep Impact con tal de ver como la gran ola caía sobre el indescriptible peinado de Tea Leoni!.




Entre las múltiples categorías en las que se puede clasificar a los espectadores de cine yo propondría una más: aquellos que evitan ver películas que tratan sobre temas que les aterrorizaban de niño y aquellos que se regodean en ellas. Yo creo que pertenezco a la segunda categoría ya que parte de mi infancia transcurrió en la playa de San Sebastián de la Gomera esquivando alguna ola enorme sólo para descubrir horrorizado que a continuación venía otra mayor.

O al menos alguna compleja explicación como esa tiene que justificar el hecho de haberme plantado un martes (la tontería tampoco era tan grave como para hacerme ir un fin de semana de estreno o el día del espectador) en unos multicines que normalmente procuro evitar, armado con un cubo de palomitas y otro de coca cola, tamaño pequeño eso sí, (“señor el tamaño mediano le sale sólo por un poco más”, “no gracias prefiero el pequeño”) aunque pagado a precio de uranio (con eso y la entrada, el coste del caprichito hidrofóbico ascendió a casi 15 euros ¡la ruina!, el pasado viernes sin ir más lejos por el mismo precio cené opíparamente incluyendo cerveza y postre a base de whisky con coca cola) y compartiendo sesión con una gente con la que en circunstancias normales no compartiría ni una quiniela premiada. Un ritual en definitiva absolutamente imprescindible pues se trataba de un producto cinematográfico que hay que ver en pantalla grande, hacerlo en televisión o en el ordenador es una doble cretinez, primero porque es una película ya de por sí bastante cretina y porque además estarías viéndola cretinamente.

Hablando exclusivamente de 2012, lo primero que hay que decir a aquellos que comparten esta perversión cinematográfica conmigo es que sus expectativas se verán totalmente colmadas: hay agua a presión en cantidad suficiente como para quedar más que satisfecho.





¿El resto de la película?, también cumple con las (mínimas) expectativas. Resulta que la Tierra está en peligro, en esta ocasión debido a una catástrofe ajena a la influencia del hombre y fundamentada en una profecía maya que pronostica el fin del mundo para el próximo 21 de diciembre de 2012. ¿El motivo del cataclismo?, pues que una alineación de planetas hace que unas cosas llamadas neutrinos se vuelvan locas aunque de todas modos ¿a quién carajo le importa eso?, un poco de verborrea científica es todo lo que necesitamos.

Planteado el conflicto las cosas se desarrollan del modo acostumbrado y con el ritmo ágil que revela la profesionalidad de los autores del show, que combina escenas de destrucción a una escala posiblemente nunca vista antes en el cine con historias individuales protagonizadas tanto por grandes estadistas (cuya presencia proporciona al relato de un beneficioso tono trascendente) como por ciudadanos de a pie (con los que el espectador puede identificarse). Hay también alguna velada crítica al mercantilismo y a la actuación arbitraria del gobierno (Emmerich no ha olvidado los aplausos que conquistó en muchas salas de E.E.U.U. cuando se cargó la mismísima Casa Blanca en “Independence Day”) aunque se deja al margen la beatífica figura del Presidente interpretada además por Danny Glover.


Luego están los inevitables toques de comedia, en esta ocasión bastante afortunados, algunos interludios en tono sentimental (que por cierto eran aprovechados por la concurrencia para ir a comprar más porquerías o para orinar las que habían consumido previamente), un final bastante ortodoxo donde los buenos se salvan (excepto alguno que lleva la palabra “prescindible” escrita en la frente desde el momento en el que aparecen en escena), los malos palman y los supervivientes navegan hacia el nuevamente despejado horizonte.
Pero sobre todo hay destrucción a mansalva: volcanes ardientes, terremotos ciclópeos, tormentas de ceniza, explosiones subterráneas, algunos de las ciudades más conocidos del mundo occidental destruidas con gozosa delectación y, una vez más, bastante agua como para secar el infierno. En definitiva todo aquello que necesita el espectador para aliviar las miserias de la vida cotidiana contemplando como la gente es asesinada en masa. En resumen, que me lo he pasado de miedo.

Friday, November 13, 2009

Training Day




Tengo la sensación de que el público que ha acudido (por lo que he leído de forma masiva) a ver “Celda 211” lo ha hecho en buena medida atraído por la perspectiva de contemplar un antológico trabajo de interpretación llevado a cabo por Luís Tosar y por la poderosa imagen del actor caracterizado como un duro taleguero de voz aguardentosa. En resumen, que es posible que, de tratarse de otro interprete menos conocido el que diera vida al personaje de “Malamadre”, la película hubiera constituido un éxito mucho menor.





A esta clase de productos cinematográficos, es decir a aquellos que basan casi exclusivamente su promoción en el trabajo de alguno de sus actores, yo los llamo “películas quebienestá”, o sea películas en las que los comentarios predominantes, entre crítica y público, al concluir la proyección giran en torno a “que bien está fulanito” o “que bien está menganito” incluso aunque la película que contiene ese inolvidable trabajo actoral no esté a la misma altura. Por dar los dos primeros ejemplos que me vienen a la cabeza mencionaría los casos de “Sexy Beast” y “Antes que anochezca” en el que las interpretaciones (que recibieron sendas nominaciones a los Oscar al mejor actor) de Javier Bardem y Ben Kingsley sustentaban respectivamente una película pasable y otra directamente mala.

¿Es “Celda 211” un ejemplo de esta categoría de filme? Pues podría decirse que en parte sí porque, para empezar, efectivamente el trabajo de Luís Tosar es impresionante y su caracterización de “Malamadre” transmite tal veracidad que si el actor no fuera tan célebre se pensaría que la industria del cine le ha dado una oportunidad a un alumno especialmente aventajado de “El coro de la cárcel”.

Con respecto a lo demás podrían apuntarse algunos reparos. En primer lugar es sabido que el argumento de “Celda 211” gira en torno a la historia de Juan, un funcionario de prisiones que durante su primer día de trabajo se encuentra implicado en un motín por lo que tendrá que fingir ser un preso más para poder salvar la vida. El modo en el que los guionistas hacen que está situación llegue a producirse está muy cogido por los pelos y transmite la desagradable sensación de que dichos guionistas simplemente se han quitado de encima un obstáculo para llegar lo antes posible al nudo del argumento, que no es otro que la lucha de “calzones” (apodo que recibe el funcionario novato) por evitar que se descubra su autentica identidad así como la relación que establece el joven con “Malamadre”, una relación que se convierte en una suerte brutal aprendizaje en el que, en el plazo de unas pocas horas, el experto presidiario revela al recién llegado las claves del ambiente en el que acaba de integrarse, una revelación que, unida a otra serie de circunstancias que suceden en el exterior, le harán cuestionarse su propia existencia.

Este aspecto del filme está bastante logrado al apoyarse, una vez más, en el trabajo de los actores, no sólo de Tosar sino también de su antagonista, (Alberto Amman que sin hacer una composición tan memorable logra mantener el tipo) y de otra suerte de afortunados secundarios como Carlos Bardem, Vicente Romero (que quizás está un poco desaprovechado) Manuel Morón o el descubrimiento del filme, Juan Carlos Mangas “el Calígula” , un personaje que con uno solo de sus berridos acojona más que cien “malamadres” juntos, quizás porque posiblemente se trate de alguien con un autentico pasado recluso.

No ocurre lo mismo en cambio con el desfile de extras y figurantes que sostienen al núcleo protagonista que están mal dirigidos en las escenas colectivas y que no proporcionan una autentica sensación de estar en un ambiente carcelario. Hay más veracidad en las escenas de talego de “El Pico II”. Y no es que lo que se describa en la película sea algo muy alejado de la realidad ya que, aunque ahora las cosas parecen mucho más calmadas, recuerdo perfectamente una época en la que los motines en las cárceles eran noticia corriente, de hecho llegó a existir una ilegal “Asociación de Presos en Régimen Especial” que decidieron celebrar su fundación matando a un moro o a un gitano (al final mataron a un moro) y que en una de sus revueltas decidieron llevar a la mesa de negociación la cabeza cortada de un interno como medida de presión.

Volviendo a la película, hay que decir que parece como si la descripción del conflicto principal no se considerara lo bastante potente como para hacer avanzar el filme, de tal modo que al argumento se añaden otros aspectos como la relación de Juan con su esposa embarazada (contada a modo de flashback, un poco a la manera “Cloverfield” aunque sin la excusa del rebobinado de la cámara de video) o la trama que se desarrolla en el exterior de la galería en la que se produce el motín o la inclusión en el drama de un grupo de presos de la banda terrorista ETA.

Todos estos elementos aparecen en un principio como superfluos e incluso como un obstáculo al desarrollo de la historia aunque al final se revelan como fundamentales para hacer avanzar la trama hacia el territorio en el que los autores del filme desean que avance que no es otro que mostrar por un lado la transformación del personaje de Juan y su deriva hacia los aspectos más tenebrosos de su personalidad y por otro lado la lamentable actuación del aparato funcionarial y político del estado que oscila entre la incompetencia y la ignominia (cómo me ha recordado esto último a todo lo que ha sucedido con la crisis del Alakrana por cierto). A partir de estas derivas del argumento se justifican muchas de las cosas que desentonaban durante la primera parte de la película y, por más que no sean dichas derivaciones las que más me interesen a nivel personal, hay que reconocer que en ese sentido el guión resulta de lo más coherente.

Lo que sí me pareció decididamente decepcionante fue la resolución de la película que, a pesar de haber conseguido construir un eficaz clima de suspense creciente, concluye de una manera anticlimática (incluida una insinuación de la posibilidad de una secuela) e ineficaz lo que termina por deslucir un poco lo visto hasta ese momento .

Pero repito que en el fondo todo esto carece de importancia porque lo que en realidad fuimos todos a ver es a Luís Tosar en su papel del broncas “Malamadre” y a ese respecto no creo que nadie saliera decepcionado.

Friday, November 06, 2009

Este señor de negro.



Existe un personaje arquetípico que se suele invocar de forma general (y por lo tanto también en el cine) y al que se suele denominar como “el americano medio”. Cuando mencionamos a este personaje no solemos referirnos al héroe íntegro y esforzado como los que en su día interpretaron John Wayne, Gary Cooper o James Stewart. Más bien hablamos de un individuo totalmente apegado a la realidad, un urbanita y estresado trabajador de clase media que trata de sobrevivir a las agresiones de un entorno voluble y amenazador en el que ya no cabe ninguna clase de heroísmo romántico. Si había algún actor norteamericano que encarnara a este arquetipo de hombre moderno era posiblemente el Jack Lemmon de “El apartamento”, “El prisionero de la segunda avenida” o “Salvad al tigre” por nombrar sólo tres filmes de los muchos en los que este actor interpretó a un hombre corriente superado por los acontecimientos.




Si en nuestro país este término fuera de uso tan corriente, quiero decir si existiera eso que podríamos llamar el español medio (un señor bajito que siempre está irritado tal y como definió a los españoles cierta dama extranjera) posiblemente una de sus encarnaciones más reconocibles sería la del rostro de José Luís López Vázquez, un honor que podría compartir con Alfredo Landa (quien por cierto en su biografía ponía al bueno de José Luís a parir, algo a lo que no se le debe dar demasiada importancia teniendo en cuenta que el peor parado que quedaba en dicha biografía era el propio Landa)

A pesar de que interpretó un número incontable de películas la imagen que quedará para siempre en la memoria del espectador es la de un puñado de título en los que Vázquez daba vida a ese individuo poco agraciado, no demasiado inteligente y aquejado siempre de una imparable verborrea que tenía que servirse de todos los recursos del pícaro para poder sobrevivir en un mundo que le condenaba a un perpetuo estado de agobio. Tengo la idea de que este es una apreciación general, aunque puede que a nivel particular sea esta una imagen que me haya quedado del actor debido al hecho de que mi primer recuerdo suyo se corresponde con de la serie para televisión “Este señor de negro” en el que López Vázquez daba vida a Don Sixto, el estirado propietario de una joyería en la Plaza Mayor de Madrid que asistía con perplejidad a los cambios que se producían en la sociedad española (esta serie fue emitida en trece episodios durante los años 75 a 76).





José Luís López Vázquez nació en el duro Madrid de 1922 y pasó sus primeros años en medio de un ambiente que rayaba en la indigencia. Se introdujo en el mundo del cine a través del campo de la escenografía y al poco tiempo comenzó a hacer papeles de secundario. Escrutando su ficha en la imdb la primera película suya que reconozco es “Una señorita de Valladolid”, una historia bastante ñoña rodada en 1958 (y a la que sólo salva el célebre monólogo de las uvas de Almería del cual no puedo poner ningún ejemplo porque nadie se ha molestado en subir dicha escena al youtube) en la que Vázquez daba vida al secretario de un embajador interpretado por el apuesto Alberto Closas, un actor que representaba precisamente todo lo contrario de lo que era su compañero de reparto. Uno era el galán y otro el eterno adlátere.

Durante los dos años siguientes comenzó el reconocimiento de José Luís López Vázquez como intérprete cuando, entre otros innumerables trabajos, participó en las dos películas españolas más conocidas del director italiano Marco Ferreri en las que no me voy detener demasiado porque la verdad nunca he sentido el más mínimo aprecio por ellas. De hecho ni siquiera he podido terminar de ver “El pisito”.





Pero que duda cabe de que a partir de su trabajo en esta película las cosas empezaron a animarse y el rostro alopécico y bigotudo de Vázquez empezó a hacerse tan habitual para los españoles como el del vecino de enfrente.

De este modo llegaron (como de costumbre entre un sinfín de títulos mucho menos conocidos como “Usted puede ser un asesino” en el que volvía a hacer de escudero de Alberto Closas) algunos papeles tan épicos como el del incansable bocazas Gabino Quintanilla, la quintaesencia del rastrero medrador tan servil con los poderosos como condescendiente con los subordinados y pieza fundamental de esa obra maestra de la orfebrería cinematográfica que es “Placido” una de las mejores películas del cine español.






En esos años vinieron también otros recordados papeles como el “Atraco a las tres”, historia de un empleadillo de banca que trata de salir del arroyo atracando su propia sucursal y en la que nuestro héroe compartía pantalla con Cassen, Gracita Morales, Manuel Alexandre, Agustín González, Alfredo Landa y Rafaela Aparicio. Casi nada.



De 1962 es también “La Gran Familia” una película mucho menos estimable en términos cinéfilos pero igual de entrañable que las anteriores en la que volvía a hacer pareja con Closas dando vida esta vez al inolvidable “padrino búfalo”.Esos años dorados terminaron con un breve papel en “El verdugo” otra de las obras maestras de Berlanga.

En lo que resta de década prodigiosa no hubo títulos tan memorables como los que acabamos de mencionar aunque desde luego López Vázquez jamás dejó de trabajar. Como todos los de su generación, fue un actor terriblemente prolífico. Guardo no obstante un agradable recuerdo de algunos de sus trabajos posteriores como el que realizó en “Un vampiro para dos” una verdadera locura que concluía con una delirante escena en la que Fernando Fernán Gómez transfigurado en Conde Drácula castizo volaba por los aires persiguiendo a nuestro héroe y a su desgraciada esposa Gracita Morales. Lo mismo cabe decir de “Los chicos del Preu” comedia juvenil en el que Vázquez interpretaba al histriónico padre de Camilo Sexto, no es la mejor película de Vázquez por supuesto pero posiblemente es la película en la que más me ha hecho reír.

Fue quizás en ese mismo año (1967) la primera vez que Vázquez trató de huir del personaje que le había hecho célebre y que parecía repetirse una y otra vez sin escapatoria posible. Lastima que eligiera para ello “Peppermint Frappe” uno de esos insondable coñazos que solía dirigir de vez en cuando Carlos Saura (es una manía personal, ustedes me disculparan).

La década terminó con “Vivan los novios” otra película de Berlanga. Ya era 1970 y no estamos ante uno de esos sutiles ejercicios de autocrítica de la idiosincrasia nacional suavizados por los encantos del sainete que el director y el actor habían practicado a principios de los sesenta. En esta película no hay ninguna distracción cómica y el patetismo y la miseria moral de este novio cuarentón que trata de correrse la última (y quizás también la primera) gran juerga de su vida antes de caer en los ponzoñosos brazos de Laly Soldevila no produce otra cosa que un rictus amargo. Como ejemplo ese plano zenital con el que se cierra la película y que (disculpando el efectismo propio de la época) es de los que perduran en la memoria para siempre. Para mí es la primera gran película dramática de Vázquez.






Termina la década prodigiosa y comienza la década pegajosa, un insondable agujero negro cinematográfico que se tragó, masticó y luego escupió a prácticamente todos los actores de nuestra industria. Sin embargo Vázquez fue capaz de transitar por este mar de caspa alternando bodrios que no merecen ser nombrados con películas de un gran valor artístico. Tal es el caso de “El bosque del lobo”, un filme adscrito a la reducida lista de títulos pertenecientes al género de terror patrio con cierto prestigio en el que Vázquez interpretaba a Benito Freire, un buhonero gallego transmutado en hombre lobo. Posiblemente el gran papel de su vida en el caso de que la película hubiera recibido el reconocimiento que merece.







De esta época es también “Mi querida señorita” dónde el actor conseguía la asombrosa hazaña de interpretar a un travestido sin despertar la hilaridad del público.




Una hazaña que volvería a repetir pocos años más tarde en “Una pareja distinta” un filme injustamente olvidado que narraba las vicisitudes de la insólita relación sentimental entre dos artistas de circo, un payaso travesti y la mujer barbuda (a la que interpretaba Lina Morgan).

Poco tiempo después vino “La cabina” mítico y multipremiado cortometraje para televisión en el que Vázquez regalaba a la memoria colectiva de un país la absurda aventura de un hombre que simplemente era incapaz de salir de una cabina de teléfonos. Se dice que después de “Psicosis” entrar en una ducha nunca fue lo mismo. Si todavía existieran las cabinas otro tanto podría decirse de esta delicatessen cruel obra de Antonio Mercero y José Luís Garci.


Entre estos trabajos de mérito se cuenta también cosas como “Habla mudita”, “La prima Angélica” , “La escopeta nacional”, “Mamá cumple cien años” y “La verdad sobre el caso Savolta”, títulos en los que no entraré porque no los conozco aunque sí que eché un vistazo no demasiado interesado a esa adaptación de la novela de “Eduardo Mendoza” y la verdad es que sí me quedó en la memoria el patético discurso final de Pajarito de Soto (papel que interpretaba Vázquez) antes de ser asesinado.

Terminaron los setenta y vinieron los ochenta. Nuestro hombre no dejó de trabajar pero lo cierto es que del resto de su filmografía no encuentro nada especialmente destacable con la excepción de “La colmena” en la que el personaje del simpático buscavidas Leonardo Meléndez se convirtió, a título personal, en su último gran papel.



José Luís López Vázquez murió el pasado día 2 de Noviembre. Algunos de sus personajes quedarán en nuestra memoria hasta que nosotros mismos desaparezcamos. Como se ha visto hizo mucho y muy variado. No conozco demasiado de su personalidad, no daba la impresión de ser una figura pública muy destacada y no se le veía muy cómodo fuera de la pantalla, es posible que su genio se redujera exclusivamente al mundo de la interpretación. No puedo afirmar por lo tanto si su encorsetamiento en eso que hemos definido como “el español medio” era algo de su gusto o si sus intentos de escapar de ese personaje eterno fueron un acto de voluntad o un simple avatar más de su carrera profesional. Posiblemente siempre que se le mencione en el futuro lo primero que me venga a la memoria sean las imágenes de Gabino Quintanilla, Fernando Galindo o el padrino búfalo pero cuando me pare un poco a pensar surgirán también Benito Freire, Adela Castro o el hombre de la cabina. Y nunca viene mal pararse a pensar un poco.

Este hombre no es de ayer ni es de mañana,
sino de nunca; de la cepa hispana
no es el fruto maduro ni podrido,
es una fruta vana
de aquella España que pasó y no ha sido,
esa que hoy tiene la cabeza cana.