Película dirigida por Chan-Wook Park (aunque dudo mucho que
alguien hubiera adivinado esto sin saberlo previamente) y que tiene un hándicap
que para mí distorsiona el ejercicio de verla: “Stoker” es una película de
intriga sin intriga, equivalente a ver un espectáculo de magia al que al prestidigitador
se le ve el conejo asomando por el bolsillo nada más salir a escena.
No sé si estamos ante un fenómeno involuntario o ante un
premeditado afán de prescindir de los elementos más tradicionales del thriller
de misterio pero el efecto final resulta algo descafeinado. La película
comienza con la muerte de un cabeza de familia y su sustitución por un
personaje perturbador que trastorna la vida de los que le rodean, en especial
la de la hija del fallecido, en un cúmulo de referencias que irían desde el
“Teorema” de Passolini hasta las primeras obras (las que están más cerca del
“giallo” que del puro cine de terror) de Darío Argento.
“Stoker” tiene múltiples elementos de interés que residen
sobre todo en la composición de las numerosas y perturbadoras escenas de
tensión (más no de suspense ya que este, como se ha señalado antes, ha sido
borrado de la trama casi desde el principio) y la interpretación de sus
protagonistas (sobre todo Mía Waskikowska y Matthew Goode, Nicole Kidman se
limita a hacer de Charlotte Haze) pero el resultado, aludiendo una vez más al
hándicap al que se ha hecho referencia al principio del comentario, carece de
verdadero interés y resulta por lo tanto fácilmente olvidable.
2. TODAS LAS FIESTAS DE MAÑANA
Después de una exitosa carrera en el mundo de la
música (siempre dentro del “rock industrial” claro) Rob Zombie se lanzó al
mundo de la realización cinematográfica en el año 2003 con “La casa de los mil
cadáveres”. Sin ser ni mucho menos un experto en la materia, yo siempre he
sostenido que esta película inició un movimiento de recuperación del cine más
sangriento –y depravado- de los años setenta, un movimiento que se oponía de
forma clara a las asépticas y poco arriesgadas películas de terror adolescente
que habían dominado el género en los veinte años que siguieron al estreno de
“Viernes 13” en 1980. “La casa de los mil cadáveres” huía de la asepsia antes
mencionada y apostaba por una orientación más adulta del cine de terror con una
labor de visualización de la violencia más explícita y al mismo tiempo más
responsable.
Lamentablemente esta reacción derivó en lo que hoy
se conoce como “torture porn”, o lo que es lo mismo un simple ejercicio de
casquería sin el menor contenido y dirigido a espectadores tan poco exigentes
como los que acudían en los ochenta y noventa a ver la saga de “Pesadilla en
Elm Street” o las muchas secuelas de “Scary Movie”. Por su parte Rob Zombie se
alejó de dicha tendencia para ofrecer una secuela de su opera prima muy alejada
de la misma en el aspecto estético pero mucho más discursiva en torno a las
ideas sobre el ateísmo y el triunfo del mal que planeaban de forma algo más
velada en “La Casa…”.
El resto de la carrera de Rob Zombie, antes de la película
que hoy nos ocupa, se reduce prácticamente a dos tributos a “La Noche de
Halloween” a los que nunca tuve ganas de acercarme ya que opino que el original
es una manifestación artística tan atemporal que no requiere de ninguna visión
novedosa ni siquiera si proviene de un fan tan declarado como supongo que es
Mister Zombie.
Y con respecto a este último aspecto me parece reseñable el
hecho de que Zombie dedicara un film a homenajear a uno de los grandes maestros
del cine de terror de los setenta y ochenta cuando la película que nos ocupa
hoy es en sí un gran homenaje a ese director en particular y a ese tipo de cine
en general.
Se cuenta que “Lords of Salem” ocasionó una serie de
reacciones en la audiencia del festival de Sitges que oscilaron entra la
perplejidad y la más ruidosa hostilidad, posiblemente se trataba de fans
todavía hechizados por el recuerdo de las dos primeras películas del director o
bien de personas muy jóvenes y sobre todo desconocedoras de todo el cine de
terror que se ha hecho con anterioridad a 1996, porque me resulta difícil creer
que alguien que conozca y aprecia la historia del género no pueda sentir la
agridulce sensación de calidez y nostalgia que emana de las imágenes de “Lords
of Salem”.
La acción tiene lugar en esa célebre localidad de
Massachusets (estado en el que nació Rob Zombie por cierto) y es una historia
muy clásica de brujería y maldiciones que se prolongan a lo largo del tiempo.
La protagonista es Heidi Hawthorne (Sheri Moon Zombie, esposa y musa del
director) una locutora de radio que se va involucrando progresivamente en la
maldición antes mencionada.
Y tan progresivamente. Es posible que una de las razones que
desconcertaran a los espectadores de Sitges sea la lentitud (en el buen sentido
de la palabra) y la elegancia con el que se va desgranando la acción que por
otro lado está completamente ausente de la brusquedad y los golpes de efecto
del cine moderno de terror (así como de los efectos especiales igualmente
características del género) y apuesta, como se ha dicho, por un desarrollo
pausado en el que el interés está centrado más en los personajes que en los
avatares que les acontecen. En efecto la película engancha (a algunos desde
luego que sí) por la descripción de la transformación vital de Heidi y de los
personajes que la rodean, seres corrientes con vidas modestas y sin demasiadas
expectativas (Heidi es una ex adicta que se limita a sobrevivir) que habitan en
un entorno sombrío y ordinario.
Quizás
la confusión que produce el visionado de “The Lords of Salem” resida en que su
director sea capaz de orquestar una historia de una creciente e inmejorable
tensión para concluir con un brusco cambio de estilo que aleja la película de
los postulados estéticos ya descritos y la introduce en una suerte de pesadilla
grotesca más cercana a los ambientes de David Lynch, el Darío Argento más
desbocado, el Andrzej Żuławski de “Posesión” o incluso Ken Russell, el apóstol
de lo grotesco por excelencia.
El
problema sería así que la película emplea una gran parte de su metraje, y mucho
de su talento artístico y técnico, en prepararnos para algo que muchos podrían
considerar que nunca llega o que cuando llega resulta insatisfactorio o
terriblemente incomprensible. No es un problema para mí, considero este uno de
esos filmes que resultan más valiosos por el camino que nos hace recorrer que
por el destino final al que nos conduce, esto es un factor que para mí no
desmerece lo visionado hasta ese momento de confusión, un momento que incluso
puedo apreciar desde un punto de vista exclusivamente estético y que de todos
modos al final nos regala un epílogo que se encuentra entre los momentos más
bucólicos que se hayan visto en pantalla en lo que llevamos de década.
Allá por Noviembre del año 2009 despedíamos en estas mismas
paginas a José Luís López Vázquez y comentábamos que dicho actor podría ser considerado
la personificación del “español medio” al menos durante una época de nuestra
historia. Pero añadíamos que ese “honor” quizás debía ser compartido con
Alfredo Landa, otro emblema hispano de los años sesenta, hasta tal punto que
es, que se sepa, el único actor español que ha dado nombre a un subgénero
cinematográfico.
Si López Vázquez “daba vida a ese individuo poco agraciado,
no demasiado inteligente y aquejado siempre de una imparable verborrea que
tenía que servirse de todos los recursos del pícaro para poder sobrevivir en un
mundo que le condenaba a un perpetuo estado de agobio” (cita textual del
comentario del año 2009), Alfredo Landa ofrecía más la imagen de un individuo
tosco, ingenuo, tampoco demasiado inteligente pero carente de la malicia y de
la calculada sumisión de los personajes a los que interpretaba Vázquez. En
definitiva, un tipo honesto pero capaz de arrebatos de mala leche de un
carácter mucho más físico.
De todos modos, en el caso del comentario de hoy contamos,
además de con la abundante filmografía que dejó el actor navarro, con el
material añadido de una biografía del propio Landa publicada en 2008 y de una sinceridad
posiblemente involuntaria (sobre todo porque el libro al final no le dejaba a
él mismo demasiado bien que digamos), un arrebato del que Vázquez (un hombre de
una sorprendente opacidad en cuanto a su vida fuera de las pantallas se
refiere) no parecía capaz.
Alfredo Landa nació en Pamplona en 1933 hijo de un Guardia
Civil y perteneciente por lo tanto a una clase social más castrense que civil,
a pesar de ello Landa no dio nunca (a excepción de los últimos años de su vida
en los que cayó en las redes de Federico Jiménez Losantos y compañía) muestras
de tener ninguna clase de interés en los asuntos del tipo de país que le tocó
en suerte y durante toda su carrera se
dedicó (al igual que la inmensa mayoría de españoles) a sobrevivir adaptándose
a las penurias del régimen sin meterse nunca en nada que tuviera cariz
político.
Pasando por alto sus años de formación en el teatro y yendo
directamente, como siempre que hacemos cuando la palma un actor famoso o al
menos conocido, a su lista de películas de la imdb la primera que descuella es
“Atraco a las tres” la comedia de José María Forqué que constituye una de las
cumbres del género en nuestro país por más que la interpretación de un Alfredo
Landa de 29 años, y prácticamente bisoño en papeles de entidad en el séptimo
arte, palidecería al lado de monstruos de la profesión como Gracita Morales,
Manuel Alexandre, Cassens, Agustín González o el recurrente J.L. Vázquez
Al año siguiente (tras otros trabajos entre ellos una
participación que la verdad no recuerdo en la película “El Verdugo”) vino otro
papel secundario en una película no demasiado celebrada pero por la que siento
debilidad, se trata de la versión de “La Verbena de la Paloma” con Vicente
Parra y Concha Velasco en los papeles principales y en la que Landa daba vida,
con desternillante eficiencia, a un pobre hombre que le “prestaba” su novia a
Julián para darle celos a la Susana.
La década prodigiosa siguió desgranándose entre más papeles
de reparto entre los que destacaría el de “Ninette y un señor de Murcia” (un rol
que repetiría veinte años más tarde para una serie de televisión), “La ciudad
no es para mí” (hacía una simpática intervención en forma carnicero aficionado
a recitar pasajes de “Don Juan Tenorio”) y “De cuerpo presente”, un insólito
intento de hacer cine experimental del que el propio Landa renegaría en sus
memorias.
Hasta ese momento la carrera de Landa, como se ha dicho
antes, era la de un secundario resultón, un rostro bonachón y simpático que
siempre resultaba agradable ver en pantalla, una de esas caras que siempre se
recuerdan aunque lo que jamás recordemos es el nombre que se esconde detrás de
ella. Y en eso llegó el “landismo”.
Estábamos a finales de los años sesenta y el cine popular respondía,
como ha sucedido siempre aunque como siempre también de manera implícita, a los
cambios sociales y políticos del país, la influencia del turismo masivo en las
costas españoles, el intento de los gobernantes del país por integrarse en la
realidad europea que nos rodeaba y la inevitable suavización de la férrea moral
católica imperante, trajo consigo una relajación de las costumbres que dio como
resultado el nacimiento del personaje que convertiría a Landa en uno de los
rostros más populares del país, en su encarnación del español nacido en los linderos
de la Guerra Civil y criado en medio de una extremada represión sexual que se
mostraba confundido y a la vez excitado por el abanico de posibilidades que de
improviso se le presentaban a él y a la nación entera. Quizás la imagen más
emblemática de aquel tipo de cine, y del landismo en particular, sea la del
comienzo de “Manolo la Nuite”, ilustración de las fantasías eróticas de una
toda una generación.
¿Y con qué película empezó el landismo? Pues no lo sé, entre
otras cosas porque no he visto la mayoría de ellas, ya cuando las pasaban con
frecuencia por la televisión me parecían bastante malas (el propio Landa decía
en su biografía que la mayor parte de ellas eran una mierda) y posteriormente
no he sentido el más mínimo interés por recuperarlas (un interés que sí anima a
un puñado de cinéfilos españoles empeñados en revivir una época de cutrez que
la mayoría de ellos no tuvo ocasión de sufrir en sus propias carnes).
De todas maneras sí que recuerdo haber visto algunos de los
filmes de esa etapa, entre ellos por ejemplo, “No somos de piedra”, dirigido
por Manuel Summers y con un historia en la que Landa interpretaba a un
exasperado marido que montaba una pantomima en la que un falso obispo convencía
a su mujer (la imprescindible Laly Soldevila) para que tomara anticonceptivos y
así poder echarle un casquete que no concluyera inevitablemente en un nuevo
hijo que engrosara suya numerosa prole.
También está “No desearas al vecino del quinto” en el que el
actor daba vida al propietario de una boutique que, gracias a su aspecto
asarasado, conseguía vencer los recelos de los maridos y novios de sus clientas
para así ponerse las botas con ellas sin miedo a un recibir un escopetazo. El
filme encabezó durante muchos años la lista de los más taquilleros de nuestra
industria.
Y también está por supuesto “Vente a Alemania Pepe”
de Pedro Lazaga (uno de los sumos sacerdotes de la cochambre fílmica nacional) que
por lo menos combinaba la astracanada habitual con una suerte de análisis
social del fenómeno de la emigración e incluso del exilio político.
Posiblemente uno de los pocos títulos de esta lista que da menos vergüenza
ajena ver
Algunos nombres que destacan un poco entre una interminable
relación de películas (en ocasiones incluso cuatro al año) que poblaron toda la
etapa del tardofranquismo, la mayor parte de las cuales no valdría, repito, la
pena revisar ni siquiera con intenciones antropológicas pero que fueron la
mayoría grandes éxitos de público y que contribuyeron a que Landa adquiriera
fama y fortuna mas no demasiado auto estima según, una vez más, sus propias
palabras.
Pero así era la vida, Alfredo Landa era en el cine el
equivalente a un trabajador de clase obrera, había que levantarse por la mañana
y meterse en la mierda para mantener a la familia y pagar las facturas, no
había tiempo (ni posiblemente intención) de pensar en lo que se estaba
haciendo, había que trabajar lo más que se pudiera y aprovechar al máximo la
época de vacas gordas en una profesión tan inestable como la de actor.
Pero de todos modos Landa tampoco era inmuneal anhelo de todo artista
por, además de ganarse la vida, adquirir alguna clase de excelencia en su
profesión, sabía lo que estaba haciendo y lo aceptaba pero tenía sus ilusiones
de trascender un poco al tipo de películas que le había hecho célebre. El
primer intento por diferenciarse un poco de tanta grima vino con “El puente” ya
en 1977 y con nada menos que Javier Bardem a los mandos. En esta suerte de road
movie a la española, Landa interpretaba a un obrero que trataba de llegar a la
costa para darse un homenaje de sangría, marisco y suecas durante unos días de
puente, en resumen un carácter emblemático de la filmografía del actor, en su
recorrido el juerguista se tropezará con la realidad social y política de su
país y acabará por adquirir conciencia de clase
De todas maneras este tipo de veleidades artísticas no hacía
olvidar al actor qué era lo que pagaba las habichuelas y el mismo año que se
estrenó el puente aparecía también en “Tío ¿de verdad vienen de París?”,
escrita y dirigida por Mariano Ozores (ídem al comentario anterior entre
paréntesis sobre Pedro Lazaga) con un argumento similar al de la comedia
americana “Uncle Buck” aunque con unos niveles de rijosidad, comprensibles a
principios de década pero inadmisibles en plena Transición, que culminaba en
una delirante escena en la que Landa se “disfrazaba” de homosexual para infiltrarse
en una fiesta gay y salvar a su sobrino de una pandilla de saturnianos que
pretendían llevárselo al huerto. Estuve tan obsesionado con esa escena que
conseguí bajar la película, editarla y ponerla en youtube para espanto de las
generaciones futuras.
De hecho esta dualidad se reproduciría a lo largo de los años siguientes
y Landa siempre combinó títulos con algo de prestigio con horrendas
producciones como “Polvos mágicos” (que se convirtió en un inesperado éxito de
público a pesar de los deseos expresos de Landa de que un rayo fulminara el
negativo haciéndolo desaparecer por completo) o “Profesor eróticus” (a la que
Landa dedicó idénticos deseos aunque esta al menos no la vio ni el Tato). En
resumen un montón de porquería que ni siquiera tenía algo de la gracieta de las
películas del landismo y que constituyen el punto más bajo de la filmografía
patria y un tipo de cine que, para bien o para mal, terminaría por desaparecer
en los años siguientes
Pero bueno, dejemos la caspa y volvamos al cine de verdad y
a las muchas y buenas películas que Landa protagonizó en los años que siguieron
a su redescubrimiento como actor. En 1979 se produjo el primer encuentro con un
cineasta que resultaría fundamental en su nueva etapa, hablamos de José Luís
Garciy de “Las verdes praderas”, filme
en el que Landa interpretaba a un ejecutivo de una compañía de seguros que
manifestaba una creciente insatisfacción por el estilo de vida pequeño burguesa
en el que se encontraba inmerso. La película era deudora de la inefable
mitomanía de Garci y aspiraba a ser la versión española de todos esos títulos
sobre ejecutivos estresados que protagonizara Jack Lemon, lo malo es que en ya
en su día la cinta tenía un cierto aroma de ausencia de verosimilitud pues no
respondía ni con mucho a la forma de vida de la mayoría de los españoles y
vista hoy en día resulta tan floja y blanda como la mayor parte del cine del
director asturiano.
Ese mismo año se estrenó “Paco el seguro”, una coproducción
francesa la cual no sólo no he visto, sino que hasta que leí sobre ella en la biografía
antes reseñada desconocía su existencia, aunque la descripción que de ella hace
Landa (como una tragedia de ribetes sofoclianos)consiguió captar mi interés y espero poder
verla algún día.
Dos años más tarde llegó “El crack”, un nuevo homenaje de
Garci al cine de su infancia, en esta ocasión centrado en el género negro. Landa
interpretaba aquí a Germán Areta, un investigador privado con todos los tópicos
de la profesión, quizás estemos ante posiblemente el mayor esfuerzo del actor
por separarse de los papeles en los que se había encasillado, de hecho muchos
opinan que tuvo que dejarse el bigote para conseguirlo. Dos años más tarde
protagonizaría igualmente “El crack 2” con pretensiones y resultados
semejantes.
Pero el gran momento de Alfredo Landa llegaría en 1984 cuando Mario
Camus adaptó a la gran pantalla uno de los dramas rurales de Miguel Delibes.
Estamos hablando por supuesto de “Los santos inocentes”, un gran éxito de
crítica y público, una de las mejores y más laureadas cintas de nuestra
filmografía más reciente y un filme en el que Landa tuvo que medirse con un
impresionante elenco de actores entre los que estaban Francisco Rabal, Juan
Diego (mi preferido), Agustín González, Terele Pavez, Mary Carillo, etc…. Landa
consiguió hacerse un hueco con su interpretación de Paco “El bajo”, un
campesino que vivía en estado de semi esclavitud al servicio de unos señores
cuya actitud era en el mejor de los casos de un paternalismo nauseabundo
(inolvidable la estremecedora imagen de Paco convertido en un hombre-perro
olfateando la caza del amo). La interpretación del dúo protagonista (Landa y
Rabal) mereció un premio en el festival de Cannes y de este modo se puede
considerar esta película como el mejor momento de la carrera del actor que hoy
homenajeamos
Pero la vida seguía y en España muy pocos actores pueden
criar fama y echarse a dormir, incluso con un éxito como este a las espaldas. El
landismo hacía tiempo que había terminado y Alfredo al menos podía permitirse
el lujo de no poner su nombre a los bodrios en los que había tenido que
trabajar en la década anterior, eso ya se había acabado. El mismo año en el que
se estrenó “Los santos inocentes” Landa volvió a televisión para
co-protagonizar una nueva versión de “Ninette y un señor de Murcia” y dos años
más tarde volvió a repetir en “Tristeza de amor”, dos buenas y populares series
de los tiempos anteriores a la privatización.
Pero también continuó su trabajo en el cine con mayor o
menor suerte, algunas veces mayor como
en “El bosque animado” en la que interpretaba al bandido Fendetestas y en la
que tenía una memorable escena con el bueno de Manuel Alexandre.
El resto de su filmografía fue una alternancia entre la
televisión y el cine, en cuanto a este último buena parte de los filmes en los
que intervino vinieron de la mano una vez más de José Luis Garci, cineasta con
el que pondría punto y final a su carrera con la película “Luz de domingo”, lo
malo es que también se puso punto y final a una relación personal y profesional
de casi treinta años de duración sin que nunca se supieran con claridad las
causas.
Al año siguiente Alfredo quiso poner punto y final a su carrera
recibiendo el Goya homenaje a su trayectoria profesional, prometía ser una
noche memorable pero nadie esperaba que lo fuese tanto, lo que ocurrió durante
esa velada ya lo narramos en su momento pero quedé tan fascinado por aquel espectáculo que no paré hasta conseguir una
grabación en directo y sin editar (y por lo tanto sin censura al menos hasta su
parte final) de la retransmisión radiofónica de aquella que me gustaría
compartir con todos ustedes
Pero a nivel personal para mí el último acto de la vida de
Alfredo Landa tuvo lugar con la lectura de esas memorias a las que se ha ido
aludiendo a lo largo de todo el comentario, el libro se titula “Alfredo el
Grande” y, lejos del tópico de que la vida personal de un actor no tiene nada
que ver con los personajes que interpreta, el texto resulta una confirmación de
la imagen que el público tenía del actor: un hombre vehemente, franco, muy poco
dado a la sutileza, amigo de sus amigos e incapaz de guardar rencor a sus menos
amigos (porque enemigos tampoco creo que tuviera) por más que no se privara de
airear en público las vergüenzas de muchos de sus contemporáneos (motivo por el
que el libro fue acogido con cierta polémica). Pero también revelaba, tal y
como asimismo se ha dejado caer a lo largo del comentario, a un hombre que, sin
dejar de recalcar que en la dura profesión de actor en la España de antes y
ahora nunca se puede hacer ascos a ningún trabajo, siempre fue consciente de la
cantidad de bodrios que se vio obligado a protagonizar y co-protagonizar y
siempre tuvo el deseo íntimo de transcender un poco a toda esa mugre y lograr
ganarse la vida de una manera más digna, algo que no logró hacer hasta el final
de su vida.
Pero sobre todo el libro resulta un extraordinario documento
acerca de toda una generación, los nacidos antes, durante o poco después de la
guerra, obligados a vivir en una España terrible “de charanga y
pandereta, cerrado y sacristía”, afrontando sin más armas que el tesón, el
ingenio y la mala leche las innumerables cabronadas que tenían que sufrir los
que tenían que ganare la vida día a día cualquiera que fuese su profesión, ya se
tratase de un fontanero o de un actor (imprescindible el episodio que enfrento
al bueno de Alfredo con el implacable vampiro de José Luís Dibildos) y que pasó
de la postguerra, al desarrollo económico, el tardofranquismo, la transición y
lo que quiera que sea el país en el que estamos ahora con la misma sensación de
desconcierto. Hijos del agobio y del dolor.
Película turca de ciento cincuenta minutos de duración.
Algunas personas podrían pasar lo primero pero no lo segundo, o viceversa, pero
la idea de la combinación de ambas está claro que produce cierta aprensión
incluso en cinéfilos curtidos como el que esto escribe.
Existe cierta tendencia a criticar la motivación de un
metraje tan excesivo – puesto en relación con los noventa minutos que suele
durar una producción media-, en ocasiones he compartido dicho criterio con según
qué película pero en este caso no podría hacer tal, puede ser que “Érase una
vez en Anatolia” dure mucho pero no hay en ella nada que sobre, todos y cada
uno de esos ciento cincuenta minutos antes mencionados tiene su justificación a
la hora de explicar la historia y el temperamento de los personajes que en ella
intervienen.
En cuanto al carácter turquesco del filme, tampoco es algo
que debiera influir en cualquier análisis del visionado de esta película,
porque lo que se cuenta es algo que hemos visto en muchas otras: puede suceder
en un campo nevado de Dakota del Norte (Fargo) o en un llano en llamas de
México (La perdición de los hombres): es la historia de un crimen rural, un
hecho vulgar, violento y grotesco, que sin embargo consigue retratar el ambiente
en el que se desarrolla y provoca diversas reacciones entre los que asisten al
pequeño drama haciendo que –algunos- se replanteen su lugar en un mundo en el
que se puede desaparecer súbitamente en medio de un resplandor de mediocridad.
En este caso se narra cómo una comitiva de funcionarios
judiciales, policías y soldados recorre las colinas de Anatolia en busca de la
victima de un crimen cometido por oscuros motivos. El cortejo transita de forma
estéril las desoladas regiones en busca del cadáver enterrado, un transito que
produce diversas reacciones entre los protagonistas del monótono vagabundear
aunque todas ellas giran principalmente en torno al cansancio, elhastío y la exasperación por un crimen
inescrutable y un procedimiento que parece no tener fin. Un inesperado arrebato
lírico en medio de este sórdido ambiente marca un punto de inflexión en el
desarrollo de la película que de la oscuridad (física y mental) de su primera
hora de metraje pasa a un retrato algo más costumbrista sin dejar a un lado
cierto tipo de reflexión filosófica que, por el contrario, podría aplicarse en
cualquier lugar del mundo y en cualquier época de la historia.
2. FENÓMENOS EXTRAÑOS
Los productores del “Calígula” de Tinto Brass decidieron
añadir una serie de insertos pornográficos a lo largo de todo el metraje con el
fin de estimular su visionado (era el año 1979, ustedes entenderán). Con la
última película de Isabel Coixet ocurre algo parecido.
El filme se ha vendido como una especie de metáfora sobre la
crisis en la que estamos inmersos desde hace siete años, sin embargo todo lo
que en la película tiene que ver con esta cuestión (el ambiente político-social
mostrado a través de noticieros y titulares de periódicos así como las
referencias que al tema hacen los dos únicos personajes protagonistas) resulta
obvio, forzado, desagradable y además da la sensación de ser un añadido al
guión original con la idea (o al menos esa la impresión que se transmite) de
dotar al filme de un valor añadido que en el fondo nada tiene que ver con lo
que en realidad se quiere contar.
Lo curioso es que la película va ganando a medida que se
despoja progresivamente de todo este incomodo
bagaje y se acerca a lo que posiblemente debió ser en su origen: la historia de
una pareja que tras una prolongada separación (provocada por un trágico suceso)
se reúne para ajustar una larga serie de cuentas pendientes, así pues podríamos
resumir rápidamente esta película como una historia que fracasa en lo simbólico
y triunfa en lo íntimo y personal. Bueno quizás la palabra “triunfar” sea un
poco excesiva dado que el principal lastre que arrastra la película, aparte del
ya mencionado, es la autoconsciente, teatral, excesiva y casi risible
interpretación de Candela Peña, sobre todo si se la compara con la sobria y
ajustada del siempre (desde los tiempos de “Ay Señor Señor” hasta nuestros días)
de Javier Cámara. No sé si Candela Peña es buena o mala profesional, no he
visto demasiadas películas de ella, pero desde luego en esta dan ganas de que
parte del rocoso decorado del filme le caiga en la cabeza, pero hay que decir
que también hay momentos en los que su trabajo resulta sobresaliente, son esos
en los que la actriz se olvida de actuar y se pone a actuar (yo tampoco lo
entiendo).
3. TATA GUGU
“Nana” es básicamente 60 minutos de una nena de 5 años
haciendo sus monerías. Nada que objetar, la película al final resulta un
ejercicio agradable de ver en sí misma, pero intentar encontrar algún sentido
simbólico (como el que podría ser la repetición de los primitivos rituales
campestres de los adultos) a esta versión ampliada y mejorada de un vídeo
doméstico es un ejercicio destinado al fracaso.
4. EL SÍNDROME DE ULISES
Entre “Malas Tierras” (su primer largometraje) y “Días de
cielo” Terence Malick dejo pasar cinco años, su siguiente filme, “La delgada
línea roja”, tardó diez años en estrenarse, luego pasaron otros siete años
hasta que llegó “El nuevo mundo”, y más tardeseis años más hasta que se presentó “El árbol de la vida”.
El hecho de que “sólo” un año después de su último estreno
(y hay noticias de otros tres filmes en post producción lo que a lo mejor
simplemente nos indica que el señor Malick ha caído en la cuenta de que la vida
es muy corta) se haya presentado asimismo un nuevo proyecto, unido al hecho de
que dicho nuevo proyecto “sólo” duraba 112 minutos (cuando la medía de sus tres
últimas producciones era de 148) hizo que la comunidad cinéfila se amoscara un
poco ante la llegada de “To the wonder”.
Estaba claro que tras alcanzar la excelencia con “El árbol
de la vida” (opinión que comparto con algunos matices) no era fácil que en tan
poco tiempo los devotos de su cine soportaran una nueva obra maestra
trascendental, porque precisamente las objeciones a “To the wonder” no han
venido de los detractores de Malick (o más bien de los detractores del tipo de
cine que Malick representa) sino precisamente de aquellos que habían caído
subyugados por su anterior obra.
Antes que nada tengo que decir que mi opinión sobre la
película está forzosamente alterada por el hecho de que tuve que verla en
versión original y sin subtítulos, un esfuerzo inevitable si se tenía en cuenta
que los diálogos son, además de en inglés, en francés, español e italiano. En
cualquier otro filme esta circunstancia hubiese sido un serio hándicap pero lo
cierto es que si existe un estilo fílmico en el que lo visual esté por encima
de lo narrativo es precisamente el que practica Malick. Es posible que,
precisamente por esta circunstancia, no haya prestado demasiada atención a los
avatares sentimentales de los protagonistas de esta historia y sí más a un
cúmulo de sensaciones (potenciadas por las habilidades estilísticas de Malick
así como por su delicado uso de la banda sonora) que reflejan de un modo, que
para mí no tiene precedentes, la sensación de desamparo y extrañamiento de dos
personas forzadas a vivir en un ambiente que les es ajeno, incluso aunque el
resto de la película careciera de valores artísticos (que tampoco es el caso)
las imágenes de Marina (una joven francesa) y el padre Quintana (un sacerdote
de origen español) recorriendo con desconcierto (que resulta doble en el caso
del clérigo pues a la desazón del extranjero se une la progresiva pérdida de la
fe cristina) el paisaje aséptico (un mundo según Marina “limpio, honesto y
rico”) de las ciudades y praderas de Oklahoma harían que la experiencia de ver
esta película valiera la pena.
Thomas Vinterberg tiene el dudoso honor de haber producido
–y con sólo 29 años- el mejor filme de aquel movimiento conocido como “Dogma” (que
terminó por ser más valioso por el debate que trajo consigo que por sus
resultados puramente cinéfilos). Después de aquello el director danés encadenó
una serie de películas con mayor o menor fortuna (más bien menor que mayor) de
la que sólo recuerdo “QueridaWendy”,
una interesante metáfora sobre los Estados Unidos y su especial interpretación
del concepto de defensa propia que sólo vimos algunos y que nos gusto todavía a
menos.
Después de este estado de semioscuridad Vinterberg vuelve al
candelero con una cinta que tiene muchos puntos en común con su obra más alabada.
Si recordamos, “Celebración” contaba la historia de un hombre que aprovechaba
una reunión familiar para echarle en cara a su padre haber abusado de él y sus
hermanos cuando eran niños, en “La caza” se invierte el punto de vista y se
aborda la cuestión de la pederastia desde la óptica del profesor de una
guardería infantil que es acusado de abusos sexuales por parte de una alumna.
Lo primero que hay que decir es que no estamos ante un
thriller de suspense que gire en torno a la culpabilidad o inocencia de un
sospechoso, por las razones que sean el realizador danés deja esta cuestión
totalmente clara desde el inicio de la película, como si quisiera precisamente
que nadie se distrajera con esta circunstancia. Lo cierto es que a nivel
personal me parece una orientación contraproducente desde un punto de vista
estrictamente cinematográfico (el dejar a un lado la cuestión de la presunción
de culpabilidad –o inocencia- en un asunto tan proclive a la ambigüedad como
los abusos sexuales en la infancia me parece perder una baza importante para
sostener el interés del argumento) y como mínimo inquietante desde un punto de
vista moral porque pone en duda un principio casi inatacable en lo que a este
tipo de delitos se refiere.
Sin embargo al margen de esta cuestión, que por sí sola ya
daría para debatir bastante, lo más impactante de “La caza” es esa metódica
descripción de la progresiva caída en el infierno de Lucas (el profesor en
cuestión al que interpreta un Mads Mikelsen cada vez más en boga y al que
acompañan en su trabajo algunos viejos rostros conocidos de los tiempos del
“Dogma” ) que sentirá en sus propias carnes como la comunidad en la que había
vivido, y en la que se creía integrado, se vuelve en su contra con un
encarnizamiento sobrecogedor. El espectáculo de la caída en desgracia de Lucas
–una desgracia amplificada por el hecho de estar acusado de un crimen del que
es imposible defenderse- resulta verdaderamente doloroso y está muy cerca de
ese extraño sentido del drama excesivo del que hacían gala los directores del
movimiento cinematográfico antes mencionado e incluso recuerdan a las
demoledoras tragedias del igualmente excesivo R.W. Fassbinder.
La película no obstante concluye con una suerte de redención
no demasiado coherente (al menos desde el punto de vista de nuestra sociedad) o
al menos no demasiado bien explicada y contiene una coda final sobre la que
también se podría estar debatiendo largo y tendido.
En resumen quizás uno de los estrenos más interesantes en lo
que llevamos de año y desde luego es una buena noticia que Vinterberg haya
vuelto de nuevo a primera línea del cine europeo moderno (bueno ustedes ya me
entienden).
2. LA DOCTORA QUE SURGIÓ DEL FRIO.
Una nueva muestra de ese subgénero que podríamos denominar
“drama comunista” y que suele narrar,
desde un punto de vista más social y humano que político, algún episodio
ambientado en un país de la Europa del Este antes de la caída del telón de
acero.
En el caso de “Bárbara” se cuenta la historia de una doctora
degradada a un puesto en un hospital de provincias debido a algún oscuro
episodio político del pasado. La recién llegada se muestra reticente a
establecer lazos de amistad o simple camaradería con sus nuevos compañeros de
trabajo aunque su reserva tendrá un motivo, al margen de la atávica frialdad
alemana, que el argumento desarrollará más tarde.
Precisamenteuno de
los méritos de la película es lograr sobreponerse a la sequedad del carácter de
sus protagonistas y al sombrío ambiente en el que se desarrolla la acción y
ofrecer una historia donde los sentimientos se transmiten en puros actos de
sacrificio y amor (por la profesión médica y por la humanidad) más que en
palabras y gestos fútiles. Aunque desde luego lo más interesante de “Bárbara”
reside precisamente en la descripción de la vida cotidiana en una región
olvidada de la RDA, una descripción que no carga las tintas en los aspectos más
llamativos de dicha cotidianeidad sino que la revela a partir de innumerables
pequeños detalles que conforman una visión perturbadora de un régimen burocratizado
y paranoico en el que la represión resulta poco visible (aunque de forma muy
contundente por más que la encarnación de dicha represión sufra más adelante
una transformación peculiar) pero siempre manifiesta.