The last day of Christmas
Mientras en los contenedores se van a cumulando los despojos de la mañana y mientras se empieza a endurecer el roscón de Reyes con el que nos estafan todos los años es hora de dar por terminada la temporada de Navidad en el blog de Sisterboy.
Se han quedado en el tintero muchas cosas del las que quería hablar: el gordo de Navidad, los villancicos, la fiesta de fin de año, la inevitable dialéctica entre Papa Noel y los Reyes Magos, otro par de clásicos navideños cinematográficos etc etc pero la actualidad (en forma de estrenos en cartelera) se ha interpuesto y este es un blog cinéfilo por encima de todo (bueno no lo era en origen pero la parte del celuloide se ha ido imponiendo). De todos modos para bien o para mal las Navidades son todos los años y si todo sigue igual volveremos a hablar de todo esto dentro de once meses.
Como despedida les dejo con uno de los relatos navideños sugeridos por Marina Khalo en los comentarios del post del uno de diciembre y de los que llevo leídos aproximadamente la mitad. Por estar en el día que estamos he elegido uno alusivo a la festividad de hoy y que ya conocía de antes. Se trata de “El regalo de Reyes Magos” de O. Henry. Apunten ese nombre y traten de leer todo lo que puedan sobre él, se trata de uno de los maestros del cuento corto y un especialista en las “trick stories” (historias con sorpresa final un género del que este cuento es un ejemplo destacado) aparte de un inmejorable y seguramente involuntario cronista del Nueva York de finales del siglo XIX.
Como agradecimiento a Marina por proporcionarnos todo este material añado al final del relato la sorpresa prometida a propósito de “La vendedora de fósforos” otro de los cuentos navideños cuya lectura nos recomendó.
Hasta las próximas navidades amigos y/o lectores.
El regalo de los Reyes Magos de O. Henry
Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".
La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.
-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.
-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.
-Démelos inmediatamente -dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?."
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita".
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
-¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.
FIN
8 Comments:
Sí, las navidades han pasado y guardaremos en cajas (junto al espumillón, las bolas y las figuritas del belén) los eternos temas relacionados con estas fechas. En otro momento hablaremos. Pero, ahora, sólo agradecerte el placer de releer el relato y dar a conocer la filmación de “The little match seller” (1912).
La forma en que cada uno llega a los libros y a que éstos se conviertan en una agradable compañía, debe ser muy semejante. En mi caso, el virus se inoculo por vía oral, visual, táctil y olfativa; de fácil contagio en una familia amante de las fabulaciones. Todas la navidades caía un cuento, un relato relacionado con las fechas. No por su contenido religioso (la pandemia del clan dio para disidencias y apostasía), sino por revivir los olores, las formas, las cálidas sensaciones de esta extraña “liturgia”.No sabría decir con exactitud de qué estaba hecha. Pero a la luz del relato, tiritar de frío o de miedo, dejarse conmover por la ficción; siempre me ha parecido una buena manera de reconciliarse con la vida y con la muerte. El fósforo que no actúa de opiáceo. El gélido invierno que guarda en sí mismo, las locas primaveras; trenzando los afectos, ponderando los sentimientos más humanos y admitiendo el correr del tiempo con la misma naturalidad que las heladas.
Ambos relatos conmueven. La miseria del que intenta sobrevivir en condiciones nada favorables o totalmente adversas. En el cuento de Andersen el tema es más cruel. La sociedad obliga a los adultos a proteger a la infancia. Su condición los hace vulnerables y son las primeras víctimas en las situaciones de conflicto o guerra. Hay varias películas sobre el tema. Que recuerde ahora: “La tumba de las luciérnagas”, “La vendedora de rosas” y “Las tortugas también vuelan”. No voy a seguir hablando de ello. Realmente me enferma.
De nuevo, gracias y un saludo.
Ay cuantos relatos maravillosos andan volando por ahi esperando más nada a que algo nos conecte con ellos.
Gracias a tí y como dijo Zar el otro día ya estamos esperando tú própio blog
me encanta esa muñeca repollo que te han traido los reyes!!
espero que este año nos sigas contando historias como esta.
Damos por finalizadas las Navidades 2007-08. Con un balance más positivo que otra cosa, raro en mí, pero el no detenerme a hablar demasiado sobre estas fechas y lo que me inspiran me ha ayudado a que pasen más rápido, y que leches! lo dicho al principio de estas, con niños en casa todo se vive de forma diferente.
Ayer organicé una comida en mi casa. Invité al padre de mi hijo y a los padrinos de este (él, mi mejor amigo desde la infancia acompañado por su pareja, ella una gran amiga del padre de mi hijo desde antes de conocernos y que con el tiempo ha pasado a ser una de mis mejores amigas) Los seis nos reunimos alrededor de una mesa y a la hora del roscón de Reyes, mi hijo repartió los regalos que juntos habíamos ido a comprar para sus padrinos. Durante el reparto, 3'15 le dijo a su madrina que el regalo era de parte de Baltasar. Por lo visto, minutos antes mientras, trajinaban con los juguetes que los Reyes Magos habían traído a mi hijo, la madrina le confesó que su majestad de oriente preferido era Baltasar.
3'15 cumple el próximo sábado 5 años. ¿No es un encanto de niño? Y no vale que lo diga su propia madre. Si lo conocierais lo entenderíais.
PD: Marina Khalo, una servidora también espera la inaguración de tu blog :)
Te has propuesto encogernos el corazón y lo has conseguido.
Seguiré haciendo caso de tus recomendaciones literarias. Hasta ahora me ha ido bien, a pesar de que el hecho de que consideres "La tormenta de hielo" una POM podría hacerme dudar.
Y, Marina, como diría Sisterboy, toda la blogosfera es un clamor.
Bueno, veo que tienes un montón de temas navideños esperando para el año que viene y eso me alegra.
Por cierto, si alguien conoce algun local de Granada donde pueda vender mi pelo azabache, que haga el favor de ponerse en contacto conmigo, que ya saben ustedes como anda el IRPF. Gracias.
Ah querido Varg tendrás que buscar otro estipendio porque el pelo humano (salvo que seas Britney Spear) ya no tiene ningún valor.
La venta de cabello de vargtimen (deberías especificar además de color, textura y longitud) me ha recordado la colección del vello púbico del Marqués de Leguineche (Luis Escobar) en la película “La escopeta nacional”. Cuestión de encontrar un coleccionista. No salvaría del IRPF, pero daría para unas tapas (o destapas…).
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