Fui a ver “La delgada línea roja” al cine. La sala estaba bastante concurrida, supongo que por el hecho de que era (o parecía ser) una película bélica, de hecho el estreno del tercer largometraje de Terence Malick coincidió en el tiempo con el de “Salvar al soldado Ryan”.

Uno de los personajes de la película de Malick, el interpretado por Ben Chaplin, mantiene durante casi todo el metraje su propio monólogo interior (de hecho creo recordar que el actor no mantenía ningún tipo de diálogo verbalizado en toda la película) mediante una serie de cartas mentales dirigidas a su esposa, evocada continuamente por medio de una serie de bucólicas imágenes entre las que destacaba la de la mujer meciéndose lánguidamente en un columpio. Cuando casi al final de la película Chaplin leía una misiva remitida por su esposa comunicándole que le dejaba plantado para irse con otro, una estruendosa carcajada recorrió la, hasta ese momento, silenciosa y confundida platea.
A lo largo de muchos años de compartir información con otros aficionados al cine me he dado cuenta de que generalmente las reacciones de los espectadores (entendiendo como tales el público que asiste a la exhibición de una película comercial en una sala comercial) suelen ser semejantes cuando se encuentran ante el mismo estímulo, estoy convencido pues de que en casi todos los pases de “La delgada línea roja” ocurrió lo mismo.
A pesar de contener buenas escenas a mí la película me dio la impresión de estar bastante mal hecha, sobre todo en el aspecto del montaje que me pareció tremendamente chapucero (e incluso tramposo, recuérdese como se permitió que en el susodicho montaje se mantuviera una escena de cinco segundos en la que aparecía George Clooney por mero interés propagandístico supongo). Pero aparte de eso creo que Malick fracasaba en el intento de contar una historia de hombres en guerra empleando un tono trascendente e incluso pedante en ocasiones. Costaba mucho trabajo creer que unos soldados sobre todo preocupados por que no les mataran y por encontrar un lugar tranquilo donde echar una carta fueran capaces de entregarse a tal hondura filosófica. Digamos que la historia no se prestaba a tal esfuerzo. Y el público reaccionó en consonancia.
No vi “Malas Tierras” en el cine y en la proyección de “El nuevo mundo” sólo estábamos tres personas, dos de las cuales esperaron al menos hasta el final de la proyección para manifestar su disconformidad. En la sesión de ayer (si exceptuamos a un extranjero perturbado con un aspecto semejante a un Wally de 65 años) tampoco se produjo ningún altercado, quizás porque un martes a las 17.00 horas tiene uno la certeza de que sólo estarán allí personas que han escogido de forma consciente ver esta película en particular.

A la vista de lo que muestra esta mezcla de ruego y advertencia (no había visto nada igual desde que un cartel a la entrada del cine advertía de que el principio de “Dancer in the dark” no indicaba que el aparato de proyección se hubiese estropeado) parece que en otras sesiones no ha ocurrido lo mismo.
A mí el hecho de que una exhibición cinematográfica produzca estos arrebatos de ira es algo que me complace, en primer lugar porque creo que ninguna clase de arte puede sobrevivir sin crear de vez en cuando algún tipo de emoción extrema, aunque sea radicalmente opuesta a la que buscaban sus autores. En segundo lugar quizás este sea un pequeño paso adelante en la gigantesca tarea de conseguir que la gente transforme el acto de “ir al cine” (en este caso “ir a ver una de Brad Pitt”) por el acto de “ir a ver una película”, o lo que es más o menos lo mismo, que al menos esa gente tenga una ligera idea de qué clase de espectáculo es el que va a presenciar. De verdad es sorprendente cómo personas que por lo general tienen tantos escrúpulos a la hora de hacer gastos mucho menores está dispuesto a pagar siete euros por algo de lo que no tienen la más mínima información previa.
Pero bueno, dejando al margen cuestiones extracinematográficas podríamos empezar a hablar de “El árbol de la vida”. No es que yo supiera demasiado a priori sobre cuál era el argumento del filme, pero habiendo visto casi toda la filmografía previa de Malick (algo que tampoco resulta una gran hazaña teniendo en cuenta lo escaso de la misma) más o menos me hacía una idea algo más extensa de lo que por lo visto tenían algunos.
“El árbol de la vida” comienza con una plegaria y una invocación, la eterna pregunta dirigida a un Dios impasible que se plantea siempre que se produce alguna brusca y absurda tragedia. Lo que Ingmar Bergman (auténtico catedrático en lo que al silencio de Dios se refiere) liquida con un monólogo del apesadumbrado padre Töre en “El manantial de la doncella”, en la obra de Malick da paso a un largo prólogo que aborda sin ninguna clase de complejo nada menos que la creación del Universo y del planeta Tierra en un despliegue de música e imágenes que remiten de forma inevitable al viaje a las estrellas de “2001 una odisea del espacio” (de hecho el responsable de los efectos especiales de la película de Kubrick ha colaborado también en “El árbol de la vida”). Una profusión de estímulos visuales y sonoros que evolucionan hasta extremos sorprendentes y difícilmente defendibles y que supongo que es la principal culpable de que algunos espectadores hayan salido corriendo de la proyección en medio de insultos a la intelectualidad y vivas a la muerte.

La película tarda un buen rato en abandonar el espacio y bajar a la tierra, para ocuparse acto seguido de una larga evocación de la infancia del protagonista en un suburbio de esos que se podría calificar como los típicos de los años cincuenta en los Estados Unidos. Es sorprendente y también fascinador asistir a casi una hora y media de metraje en el que se escenifica la creación, evolución y -en parte- la destrucción de una familia, y todo eso sin una línea argumental que podamos calificar como tal, multiplicando los puntos de vista y alternando el estilo naturalista (la recurrente crueldad de la infancia) con el bucólico (especialmente en el tratamiento de la figura maternal).
Podría parecer que estamos ante una representación del clásico enfrentamiento entre la naturaleza paterna y materna, un enfrentamiento que se suele mostrar como un preámbulo a la elección (efectuada por los hijos, habituales espectadores y narradores de este tipo de dramas) entre las diversas formas que tiene el hombre de enfrentarse a la vida. Pero aquí dicha figura paterna no sólo se muestra estricta y en ocasiones violenta sino también cariñosa y preocupada por el bienestar de su familia, en cambio el carácter de la madre parece tener una dimensión, repetimos, más bucólico que real y esta tratado de una forma tan bella y etérea que hace que la mujer se asemeje más a una figura mitológica que a un ser humano.

Si consiguiéramos despreocuparnos del significado último de “El árbol de la vida”, y la película girara en su integridad en torno a esta larga y emotiva remembranza podríamos estar delante de una obra maestra, es comprensible que esta forma de narrar una historia pueda resultar demasiado heterodoxa, aburrida (o más bien agotadora) e incluso puede que ridícula, pero a nivel particular podría estar cuatro horas contemplando imágenes de la familia O´Brien. Claro que Malick juega con las cartas marcadas, el 99% de los espectadores de esta película (al menos los que siguen en ella hasta el final) procede de un entorno familiar ¿Y cuantos de entre ese porcentaje no se han criado en una casa en la que habitaba un padre riguroso y castigador y una madre cómplice y comprensiva?, a mi personalmente me resultó relativamente fácil implicarme en esa parte del argumento y entrar de lleno en el juego propuesto por el director.

Pero repito que las intenciones de Malick no giraban en torno a una simple evocación de la América de su infancia, ni tampoco en hacer un estudio psicoanalítico de las relaciones paterno-filiales. Y por mucho que quisiera dejar al margen el que debe ser el sentido final de la película no me parece honesto hacerlo. Aunque bien poco podría decir porque reconozco que se me escapa por completo dicho sentido, presiento que tiene que ver con el largo prólogo de la película del que antes hemos hablado, y decididamente también con el epílogo ambientado en el tiempo presente y protagonizado por Sean Penn, ninguno de estos dos segmentos me parece tan bueno como el que ocupa la parte central del filme, el primero al menos está filmado de un modo brillante y es una pequeña obra de arte para apreciar en sí misma, el último me parece un fracaso y una muestra de hasta qué punto Malick parece siempre tener problemas con el montaje de sus películas, problema que resuelve en algunas de ellas (“El nuevo mundo”) mejor que en otras (“La delgada línea roja”). Cuentan que esta parte final de la obra fue abucheada durante el pase en Cannes y no es para menos porque en esta ocasión sí que se roza descaradamente el ridículo con un planteamiento burdamente simbolista, una desagradable estética “new age” y un Sean Penn dando una imagen francamente penosa (algo con lo que por lo visto él mismo está de acuerdo).

La forma en la que estos tres fragmentos deben cohesionarse para ofrecer un conjunto global es algo que se me escapa, simplemente no he conseguido comprenderlo. En algunos análisis a posteriori que he leído sobre la película sí que se establece esa relación, incluso en referencia a una de las escenas más chocantes del ya célebre prólogo. Pero no sería honrado atribuirme un análisis que yo no fui capaz de establecer mientras veía la película, por muy de acuerdo que pudiera estar a posteriori con algunas de las cosas que se han dicho.
En resumen creo que “El árbol de la vida” es a pesar de todo una gran experiencia cinematográfica –e incluso una experiencia social- que no se deberían perder, de hecho tengo intención de volver a pasar por esa experiencia (aunque creo que dejaré pasar un poco el tiempo, tampoco hay que exagerar) y por mi parte sólo puedo desea que persista la forma de hacer cine Malick (le perdonamos incluso sus truquitos de marketing para atraer financiación y espectadores) y que tanto él como otros de su ralea sigan cabreando al personal todo lo que puedan.